En los estudios filológicos que buscan encontrar el significado de nuestro vocabulario ancestral (etimología), la interpretación de las palabras suele afrontar alguna de las tres situaciones siguientes:
a) Vocablos con traducción explícita, del tipo: «llamaban los naturales ala Leche, aho: alpuerco ylfe: ala ceuada, temosen». Salvo eventuales ajustes fonéticos, paleográficos o semánticos, los exámenes no presentan mayores dificultades.
b) Términos aislados, con escasas o nulas indicaciones contextuales, como las listas que contienen nombres de esclavos: «presenta 42 cautivos: Alganarsega, de 28 años; Beneyguay, de 28; Beneygacim, de 12; Sosala, de 6; Algaratia, de 12; Algayaguar, de 10; Agalaf, de 10; […] todos ellos varones; […]». Aquí, excepto cuando se trata de expresiones que sólo pueden explicarse de una manera, bien por su forma lingüística o bien por su alcance pragmático, las hipótesis devienen por lo general muy tentativas.
c) Enunciados contextualizados, donde la información conservada aporta un horizonte potencial suficiente, caso de:«[…] y como acá anparamos la casa santa de Jerusalén juraban ellos asistis Tirma e asitis Margo», por cuanto el modelo [S·T + S] de la locución asitti s (‘voto a’, ‘juro por’, ‘suplico a’) satisface por completo la estructura morfosemántica de los datos expuestos por la fuente.