Beñesmer. El fin es el comienzo

Desplegar un diálogo preciso y fluido entre el conocimiento y la realidad constituye la pretensión básica de cualquier práctica científica. Reconocer todos los hechos relevantes, comprender su naturaleza y el tejido de las relaciones que cruzan entre sí son instancias necesarias de un proceso más complejo: la aprehensión, en la medida de lo posible, de una imagen integrada y dinámica de nuestro objeto de estudio. No obstante, tantas facetas como deben ser abarcadas requieren a menudo muchas investigaciones fragmentarias y afinados ejercicios de síntesis. La tentación de ver en cada porción del conjunto una clave de bóveda o la inclinación a recomponer los datos disponibles para que se ajusten a una intuición más o menos fundada nos alejan del verdadero sentido de la búsqueda intelectual: saber para elegir.

Las nociones temporales y los procedimientos calendáricos empleados por las antiguas poblaciones amazighes de Canarias apenas adquirieron alguna nitidez en la información de los cronistas europeos. Con todo, sus contradicciones, consecuencia de reflejar episodios o segmentos parciales de un fenómeno más denso, suelen aportar revelaciones menos confusas que los desatinos ideados con posterioridad para interpretar ese dominio de la cultura insular. Veamos el contenido filológico de esas noticias documentales acerca del beñesmer y si aclaran algo respecto al valor de esta celebración tan especial, una de las pausas anuales que servían para ajustar controversias, ritos y… agendas.

Aunque por el médico teldense Marín de Cubas (1694) sabemos que en Gran Canaria también se practicaron fiestas similares, el vocablo sólo aparece registrado en la isla de Tenerife a finales del siglo XVI. Según Juan de Abreu Galindo (ca. 1590), remitía a una «sementera» que ubica en el mes de «agosto». No obstante, el ingeniero Leonardo Torriani (1590) matiza que dicha designación mensual guardaba relación con «el tiempo de la luna». Un dato que parece corroborar el dominico alcalaíno Alonso de Espinosa (1594), cuando sitúa en la sucesión de lunaciones la base para calcular el año guanche.

Por lo general, el debate semántico se ha planteado en torno a si el concepto beñesmer aludía a un lapso temporal o simplemente designaba la luna correspondiente, pues su identificación con una «asamblea legislativa» oscila entre un desplazamiento del significado original y otra de las audaces recreaciones del también médico Bethencourt Alfonso (1911). Claro que, para obtener lecturas pintorescas, no se hace necesario abandonar las referencias cronológicas. Sirvan de muestra dos ejemplos concretos: de una parte, el we-n-ismaḍ donde el abogado Antonio Cubillo (1985) destacó la ‘frescura’ del período y, de otro lado, el win ass mars donde el arabista Rafael Muñoz (1995) creyó encontrar el mes de ‘marzo’ latino (mars), hallazgo a partir del cual dedujo la llegada de la población amaziq a todas las Islas durante la romanización del África septentrional. Y, aunque nadie puede considerarse a salvo de perder el rumbo en alguna ocasión, la mejor providencia consiste siempre en acudir a las fuentes y operar desde ellas.

En primer lugar, las notaciones más antiguas muestran una divergencia gráfica importante: Abreu y Marín transcriben beñesmer, mientras Torriani reproduce begnesmet. Las variantes con –n final, muy populares desde el siglo XIX en adelante, no surgieron hasta que el ilustrado Viera y Clavijo (1772) hubo puesto en circulación su beñesmen, que, además, acomodó a la época de ‘sazón’ estival de las mieses.

Como realizaciones acústicas, esa confusión entre la –r y la –t no se explica con facilidad. En cambio, desde el punto de vista paleográfico, resulta una torsión admisible y hasta normal. Hoy se tienen sospechas fundamentadas de que ambos autores, Abreu y Torriani, tomaron muchos de sus informes de una misma fuente escrita, por lo que un error de copia cae dentro de lo probable. Pero, sin una referencia anterior, ¿cómo saber quién lo cometió?

El profesor Álvarez Delgado (1945) apostó por vincular el beñesmet de Torriani con una exótica fórmula ordinal descompuesta como beñ-i-smet, que tradujo por ‘segundo mes’ o ‘segunda lunación’. En apoyo de esta hipótesis, discutible incluso en su configuración gramatical, rescató una deformación del cardinal femenino snet (‘dos’), volcado smetti por el relato que de la expedición ítalo-portuguesa de 1341 trasladó el famoso escritor Giovanni Boccaccio. Pero las modernas investigaciones etnomatemáticas indican que esa luna de agosto era en realidad la primera del calendario lunar guanche, regido por la evolución astronómica de la estrella Canopo, como ha demostrado José Barrios (1997).

Rematado el vocablo por una dental final, sorda (-t) o sonora (-d), ningún otro ensayo de interpretación encaja sin severas reservas con la información etnohistórica conocida. Por tanto, la reseña de Abreu debería responder de modo satisfactorio a los requerimientos del análisis. Y así sucede, como advirtió el barón John Abercromby (1917) hace ahora casi cien años. La raíz [S·M·R] habla del ‘calor que irradian los rayos del Sol’, una ‘insolación’ que provoca ‘evaporación’ y ‘consume’, justo el cúmulo de situaciones que cabe esperar durante el curso normal del agosto isleño. La etimología, pues, que parece más fiable nos revela una proposición relativa: wenna-esmer, es decir, ‘el [tiempo] que calienta y consume’.

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I.R.G. (2006)